Al iniciar el siglo XXI la mitad de la población mundial vivía en ciudades. La cifra crece como una bola de nieve pero, ¿qué clase de ciudades hemos construido hasta hoy? Las urbes modernas son, potencialmente, territorios con gran riqueza y diversidad económica, ambiental, política, social y cultural. Sin embargo, los modelos de desarrollo implementados en la mayoría de los países se caracterizan por establecer patrones que generan pobreza y exclusión, contribuyen a la depredación del ambiente y aceleran los procesos migratorios y de urbanización, la segregación social y espacial y la privatización de los bienes comunes y del espacio público. Contribuyen a ello las políticas públicas de desarrollo de infraestructura que, lejos de fomentar la reconstrucción del tejido social, violentan la vida urbana.
Este contexto ha favorecido el surgimiento de movimientos sociales que exigen el reconocimiento, en el sistema internacional de los derechos humanos, del derecho a la ciudad, definido como el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad y justicia social. Este derecho es la expresión fundamental de los intereses colectivos, sociales y económicos, en especial de los grupos vulnerables y desfavorecidos, respetando las diferentes culturas urbanas y el equilibrio entre lo urbano-rural.
Asimismo, este derecho presupone la interdependencia entre población, recursos, medio ambiente, relaciones económicas y calidad de vida para las presentes y futuras generaciones. Implica cambios estructurales profundos en los patrones de producción y consumo y en las formas de apropiación del territorio y de los recursos naturales. Se refiere a la búsqueda de soluciones contra los efectos negativos de la globalización, la privatización, la escasez de los recursos naturales, el aumento de la pobreza mundial, la fragilidad ambiental y sus consecuencias para la supervivencia de la humanidad y del planeta.
Las ciudades son el espacio para la vida en común de sus habitantes. No encuentran su alma en su creciente tráfico vehicular, en sus deslumbrantes distribuidores viales o en sus altos edificios modernos. El alma de las ciudades sólo puede hallarse en los espíritus de sus millones de habitantes, en las risas de las niñas y los niños que juegan en sus parques, en la convivencia de quienes andan sus calles, pedalean en sus avenidas, viven en sus barrios.
Las grandes urbes, como el Distrito Federal, parecen haber perdido su principal esencia: su identidad como espacio para la vida humana. Por ello es que se requiere repensar ¿qué tipo de ciudades queremos construir al iniciar la segunda década del siglo XXI?
¿El mundo soportará más crecimiento urbano desmedido y deshumanizado?, ¿seguiremos apostando a la pérdida del espacio público en la ciudad de México en aras de un desarrollo ficticio?, ¿continuaremos ignorando los derechos de las personas que caminan, pedalean o se trasladan en transporte público para imponer los deseos de una minoría motorizada?, ¿de verdad la única forma de desarrollo urbano es la aniquilación del sentido humano del hábitat? Nosotros, y afortunadamente muchas personas más, creemos que no. Construir ciudades más humanas no es una utopía.
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