10 de diciembre de 2009

Socializar el riesgo, una cuestión de justicia y no de caridad*


Por: Gerardo Covarrubias Valderrama**





La historia de los derechos de ciudadanía
es una historia de libertad y no de compasión.



Michael Ignatieff



Algunos indicadores políticos y económicos de América Latina durante los últimos 20 años sugirieron una mejora de la región antes de 2009. Las dictaduras del cono Sur, los conflictos armados en Centroamérica, el nulo crecimiento económico y la hiperinflación que eran una amenaza constante a las economías y sociedades latinoamericanas parecían superadas. Evidentemente no toda Latinoamérica ha conseguido cierta estabilidad económica y política, pero los datos en general apuntan a consolidar procesos democráticos y estabilizadores en la zona. 1




Lamentablemente la mejora no ha impactado en los sectores sociales más desfavorecidos y, por el contrario, la percepción de incertidumbre, inseguridad y de aumento de las asimetrías crece en amplias concentraciones urbanas de nuestras sociedades. La reducción de la pobreza es el reto más importante para los gobiernos de la región2 , no sólo por una cuestión de justicia social sino porque estos altos índices de desigualdad generan una insatisfacción sobre el sistema democrático y sus valores que impactan negativamente en el tejido social.

Las nuevas condiciones tecnológicas, económicas y medioambientales repercuten en lo conformación de lo social de forma insospechada. Fenómenos como la mundialización de los mercados, así como la internacionalización de la esfera cultural y política coinciden con un nuevo auge de nacionalismos y de fundamentalismos religiosos a nivel mundial como manera de contener la fragmentación social y el proceso de uniformización derivado de la lógica tecnológica dominante. La emergencia en las sociedades contemporáneas de un radical pluralismo cosmovisional y axiológico3 , constituye el rasgo característico más importante de la condición moderna no sólo en Latinoamérica sino en todo el Occidente.

Cohesionar este pluralismo para promover la erradicación de la pobreza y la exclusión social así como generar la participación de todos(as) en las decisiones para el bien común tendría que ser un objetivo a corto plazo que contrarreste las asimetrías económicas, sociales y de capacidades individuales de las y los habitantes de América Latina. En este sentido, el debate respecto de la ciudadanía ha servido para replantear problemas relativos a la participación democrática, conformación de los estratos sociales, constitución de un orden público legítimo, derechos y obligaciones, discriminación de minoríasétnicas y culturales, entre otros.4

El debate sobre la ciudadanía se ha modificado de acuerdo a los cambios de interés de la filosofía política en los últimos años, del pasaje en las prioridades del pensamiento político en la búsqueda de una noción normativa de justicia distributiva (Rawls), a la problemática del reconocimiento (Honeth, Habermas) se afectó el tratamiento de la categoría de ciudadanía.

Por los motivos anteriores es muy complicado sistematizar las discusiones teóricas que se han dado alrededor de esta categoría. Por cuestiones expositivas consideremos en términos generales las tres grandes posiciones teóricas de esta discusión: liberal, comunitaria y deliberativa. Cada una de estas posiciones ha ofrecido una definición distinta de ciudadanía y del rol que cada una debe tener en una sociedad moderna. Por supuesto que cada definición sugiere un modelo de Estado y, enúltima instancia, de democracia.


En los últimos años estas corrientes teóricas han monopolizado en gran medida la discusión respecto del modelo ideal de democracia y cada una de ellas ha presentado un modelo de ciudadano(a) distinto. Sin embargo, a pesar de grandes diferencias, existe un cierto consenso en acentuar el papel de la sociedad civil como el ámbito donde se genera la responsabilidad ciudadana, así como la opinión y voluntad comunes. De este modo, la sociedad civil se presenta como el espacio donde se genera la civilidad, es decir, el interés por los problemas comunes. La solidaridad resulta ser en este marco, el fundamento moral adecuado a la virtud cívica entendida como pertenencia y participación en una comunidad. El acento puesto en la sociedad civil, y en la solidaridad, son acompañados por un abandono del lugar y funciones del Estado social.

En resumen, las corrientes teóricas mencionadas insinúan desde distintos puntos de vista una comprensión de la sociedad civil como un espacio alternativo al Estado, y como el único lugar posible para generar nuevas formas de ciudadanía y, por tanto, de integración social.

La sociedad civil es propuesta como el fundamento político de la ciudadanía. En este espacio la solidaridad se presenta como una virtud moral que refiere la conexión ética que las y los ciudadanos se dan entre sí. Por otra parte, es la única virtud que se ocupa del desarrollo y progreso del reconocimiento en la sociedad civil y, por tanto, de la generación y expansión de la ciudadanía. En consecuencia, la sociedad civil parece el lugar donde es posible revertir el fenómeno de declinación de la participación política y del desinterés por los asuntos públicos, causados por la falta de integración social y la pérdida del sentido de pertenencia.

La solidaridad que surge en la sociedad civil aparece como la única fuerza social capaz de enfrentar los problemas derivados de la anomia en las sociedades contemporáneas. Una solidaridad que nace de forma espontánea y no organizada como en los mecanismos institucionales del Estado, que fallan en la solución de múltiples problemas. Sin embargo, la sociedad civil no es un espacio independiente del Estado sino subsidiario y el Estado sigue siendo el fundamento político esencial de la ciudadanía.

Nuestra hipótesis sostiene que la ciudadanía depende del right to justice5 y del Estado de derecho y no de la solidaridad, dado que es una institución que no se basa en el altruismo y el voluntarismo, sino en el derecho a tener justicia. La anomia social no es producto de la falta de integración social o por una caída de la solidaridad, sino por el retroceso del Estado de derecho que no logra hacer cumplir eficazmente las disposiciones legales en nuestros Estados.

Hoy en día, la ciudadanía social recibe críticas que se corresponden con las dirigidas también contra los derechos, las políticas y los servicios sociales. Se afirma su pretendida naturaleza no-política y no-moral. En consecuencia, se sostiene la ilusión de que se podría debilitar la ciudadanía social sin que se produzca una ruptura del pacto social y sin que las y los ciudadanos sufran un minus moral. Y por otra parte, se afirma que las razones de ese debilitamiento no son exclusivamente económicas sino también morales. La estrategia pasa por individualizar la interpretación del riesgo social y la pobreza.

De este modo, se desvincula dicha pobreza de los problemas sociales de desigualdad convirtiéndose en exclusión social. Con esta perspectiva, las críticas dirigidas al Estado de bienestar tienen por finalidad exorcizar una socialización que había conducido la problemática social a la institución de la ciudadanía.6 Recordemos que la idea del Estado de bienestar es que la ciudadanía aporte la base igualitaria de los derechos y exige la eliminación de cualquier obstáculo que impida alcanzar la independencia personal necesaria para ser una o un buen ciudadano. La pobreza era considerada una cuestión social y no un problema individual. Una cuestión de interés social que demandaba intervención política. Superando la oposición entre derechos y deberes en un marco de obligaciones sociales, se consideraba la desigualdad un problema de socialización, regulado por un instrumento institucional de socialización del riesgo y de la responsabilidad.7

Las políticas sociales ponían al descubierto la insuficiencia del contrato como base para la construcción de la ciudadanía moderna. El contrato se considera un acuerdo entre individuos a los que su condición de ciudadanos(as) les hace libres e iguales, pero los derechos civiles que regulan los contratos no sólo son insuficientes frente a la desigualdad, sino que además resultan afectados por ésta, dado que puede crear obstáculos que impidan al individuo alcanzar la autonomía.

Aunque dichos derechos son indispensables para el funcionamiento de una sociedad de mercado, no pueden garantizar soluciones a las disfunciones que provoca la desigualdad. El contrato civil aporta los fundamentos igualitarios pero no modifica la estructura de desigualdad social. A pesar de haber igualdad en la capacidad jurídica, es necesario intervenir en la estructura social para garantizar la autonomía individual frente a los condicionamientos impuestos por el entorno social.


Los derechos sociales no tienen nada que ver con la caridad o la solidaridad sino que entraña una interferencia en el mercado. Estos derechos reconocen que el derecho de un individuo al estado de bienestar no se mide por el valor de mercado de dicho individuo. No hay ninguna progresión o evolución de los derechos civiles y políticos a los sociales, no sólo se da una discontinuidad sino una verdadera ruptura. Los derechos sociales no son de otra categoría de derechos que se suma a los civiles y políticos sino que introducen una ruptura innovadora en el campo de derechos. Dichos derechos han modificado el papel del Estado, las relaciones entre el Estado y la economía y la naturaleza del conflicto social. Tienen una función que no sólo es compensatoria sino también legitimadora: estos derechos sitúan las exigencias de justicia distributiva en el Estado. Esto resultó ser algo más que una solución procedimental para la tensión política entre realización individual y condiciones sociales, significó un nuevo espacio político y se convirtió en base de un proceso continuo de lucha colectiva.

Los derechos sociales abordan estratégicamente el problema de encontrar un equilibrio entre derechos y deberes armonizando moral y política. Transforman la caridad y la solidaridad en una obligación de pura justicia. El factor fundamental para la cohesión e integración social de una sociedad contemporánea.

** Licenciado en Filosofía y maestro en Filosofía Política por la Universidad Nacional Autónoma de México; profesor asistente en la División de Estudios Jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas A. C. (CIDE).


Notas al pie de página:

1 Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Organización de las Naciones Unidas (ONU), véase , página consultada el 10 de noviembre de 2009.

2 Más de 200 millones de personas viven debajo del umbral de pobreza; es decir un tercio de la población.

3 The Fact of pluralism, como lo denomina John Rawls. Para Weber, la modernidad se caracteriza no sólo por el abierto y radical conflicto entre las diversas esferas culturales de valor, sino por la ausencia de una instancia capaz de dirimir tal tipo de litigios, dando lugar a un Politeísmo de los valores. Véase Max Weber, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1988.

4 La Unión Europea ha elaborado un diagnóstico en específico de la situación en México. El contexto socioeconómico mexicano está caracterizado por una extensa pobreza y marcadas diferencias sociales y regionales, las cuales implican un desafío para la cohesión del país. Los avances en la reducción de la pobreza en los últimos cinco años han sido limitados, y el tamaño de los grupos de interés involucrados ha obstaculizado la toma de decisiones y la aplicación de reformas. Por otro lado, México tiene una de las distribuciones del ingreso con mayor desigualdad en el mundo, con un coeficiente Gini relativamente alto, y significativas diferencias en los estándares de vida. Fuente: World Economic Outlook y Fondo Monetario Internacional.

5 El derecho a tener justicia.

6 Véase M. Reberioux, “Citiyons et travailleurs” en Hommes et libertés, núm. 76, 1994, pp. 16-23.

7 Muchos autores consideran que los derechos sociales no son estrictamente derechos sino solamente servicios. Según éstos, el derecho a la educación, la asistencia médica, a una compensación justa, entre otras, no tiene nada que ver con la ciudadanía porque son incompatibles con el concepto jurídico de ciudadanía. Esos derechos sociales no tienen la misma fuerza normativa que los derechos civiles y políticos. Tampoco han alcanzado la condición de derechos universales, no son absolutos sino relativos, etc. También se les crítica su bajo nivel de definición procesal y el elevado nivel de gasto económico que exigen. Véase D. Zolo, “La stategia della cittadinanza” en La cittadinanza, Bari, Laterza, 1994.

8 Ewald nos recuerda que las leyes sociales que asignan derechos sociales, se basan en un principio de previsión que significa la socialización del riesgo; es decir, la normalización y generalización del riesgo. Esto adopta la forma de una relación social: Los individuos tienen derecho a prestaciones sociales no como individuos sino como miembros de un cuerpo social. Los derechos a la salud, la educación y a la protección social son instituciones que se basan en el principio de responsabilidad y riesgo compartidos. Precisamente, esa generalización del riesgo y la responsabilidad es el blanco de las críticas del neoliberalismo. Véase F. Ewald, L´Etat providence, París, Bernard Grasset, 1986.




8 de diciembre de 2009

Arrecia la lucha por los alimentos*

La compra de tierras de cultivo en países en desarrollo


Por: J. P. Velázquez-Gaztelu**


En marzo pasado, tras cuatro meses de manifestaciones y 135 muertos, una revuelta popular apoyada por el Ejército acabó en Madagascar con el gobierno del presidente Marc Ravalomanana. La chispa que encendió la rebelión fue el contrato firmado por las autoridades de la isla para ceder a la multinacional surcoreana Daewoo los derechos de explotación de 1.3 millones de hectárea –una superficie superior a la de Navarra– para cultivar maíz durante los próximos 99 años. Muy apegados a la tierra, los malgaches se sintieron traicionados por su presidente y salieron a las calles para derrocarlo.

El contrato de Madagascar con Daewoo, roto por el nuevo gobierno, es muestra de un fenómeno en pleno auge: la compra o arrendamiento por parte de países ricos de tierras fértiles en naciones pobres, principalmente de África, para asegurarse el suministro de alimentos. La escasez de agua, la subida de los precios de los productos básicos, el crecimiento de la población y el alto coste de la energía están detrás de unas operaciones que, sin ser nuevas, están adquiriendo grandes proporciones y tienen consecuencias económicas, sociales y políticas cada vez más profundas.

Conocido en inglés como land grabbing –expresión que podría traducirse como apropiación de tierras–, el fenómeno es un arma de doble filo. Sus defensores sostienen que puede contribuir al desarrollo de las zonas afectadas mediante la apertura de mercados para sus productos agrícolas, la creación de puestos de trabajo, la mejora de las infraestructuras y el aumento de la productividad. Por otro, sus detractores subrayan que hace mucho daño a las poblaciones locales, que con frecuencia quedan al margen de la negociación de los acuerdos. Los más críticos califican la estrategia de neocolonialista porque esquilma los recursos naturales de países que, en muchos casos, ya tienen sus propios problemas de escasez de alimentos.

El estudio más completo sobre la cuestión efectuado hasta el momento, publicado en mayo por el Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo (IIED), certifica que la apropiación de tierras es un fenómeno en ascenso, y advierte de que es cada vez mayor el riesgo de que campesinos pobres acaben siendo expulsados de sus tierras o pierdan el acceso al agua y a otros recursos. Sonja Vermeulen, coautora del estudio junto a Lorenzo Cotula, explica que aunque existe desde la época colonial, la compra de tierras en países en desarrollo se ha intensificado en los últimos años debido al creciente nerviosismo de los países importadores de alimentos ante la subida de los precios en los mercados mundiales.

Además, agrega Vermeulen, estas operaciones pueden ser también un buen negocio, pues todo indica que el precio de las tierras cultivables va a subir a largo plazo. China, India y Corea del Sur encabezan la lista de compradores. China, que comenzó hace diez años a alquilar tierras para cultivar en Cuba y México, está permanentemente en busca de contratos para garantizar el suministro a sus más de 1 300 millones de habitantes. A los gigantes asiáticos les siguen de cerca países del golfo Pérsico como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Qatar, ricos en capital pero cuya escasez de agua hace imposible la producción de alimentos.

“Son países que tienen dinero para comprar alimentos en el mercado mundial, pero el año pasado, cuando varios grandes países productores prohibieron la exportación de productos agrícolas clave, comenzaron a sentirse inseguros”, explica Ruth Meinzen-Dick, del Instituto Internacional de Investigación de Política Alimentaria (IFPRI, un organismo privado con sede en Washington).“En lugar de depender de unos mercados mundiales que se han vuelto poco fiables, estos gobiernos prefieren adquirir tierras para producir alimentos que luego exportan a sus países”, dice Meizen-Dick. Un ejemplo: el contrato que acabó forzando la destitución del presidente de Madagascar garantizaba a Corea del Sur el suministro de maíz y reducía su dependencia de Estados Unidos, primer exportador del mundo del producto con una cuota de 60% en el mercado internacional.





Si en el pasado los inversionistas extranjeros buscaban principalmente productos tropicales como plátanos y cocos o cultivos hortofrutícolas, la oleada más reciente se centra en alimentos básicos como el maíz, el trigo o el arroz. En ocasiones, las tierras no se compran para producir alimentos, sino como materia prima para biocombustibles, cuya demanda está en ascenso. Si bien la mayoría de las adquisiciones de tierras se negocian directamente entre las autoridades políticas o a través de empresas que actúan como intermediarias para los gobiernos, también hay fondos de inversión privados que participan en el negocio, como el británico Emergent Asset Management, que tiene previsto comprar 50 000 hectáreas de tierra en Mozambique, Suráfrica Botswana, Zambia, Angola y la República Democrática del Congo.

Según el IFPRI, entre 15 y 20 millones de hectáreas de países pobres han cambiado de manos desde 2006 en este tipo de operaciones, con un valor conjunto que oscila entre 20 000 y 30 000 millones de dólares. Los países que más tierra venden o alquilan son Rusia, Ucrania, Brasil, Pakistán, Filipinas, Indonesia, Sudán, Mozambique y otros africanos. En Sudán, país tradicionalmente conocido como el granero del mundo árabe, empresas surcoreanas han firmado acuerdos para cultivar 700 000 hectáreas de trigo; los Emiratos Árabes Unidos han adquirido 400 000 hectáreas, y la compañía estadounidense Jarch Capital ha firmado un acuerdo con la guerrilla del sur del país para explotar otras 400 000. En Malí, el gobierno libio va a cultivar 100 000 hectáreas de arroz, y el emirato de Qatar ha arrendado 40 000 hectáreas en Kenia para producir frutas y verduras a cambio de invertir 2 300 millones de dólares en la construcción de un nuevo puerto.

Con frecuencia los acuerdos se hacen de espaldas a la población local, que por lo regular carece de voz para denunciar los abusos y de medios para asegurarse de que las empresas o países compradores cumplen con lo estipulado en los contratos, señala Sonja Vermeulen del IIED, un organismo de investigación radicado en Londres. Aunque algunas operaciones han llegado a la opinión pública a través de los medios de comunicación, detalles como la extensión de las tierras afectadas o el dinero pagado por ellas son con frecuencia muy difusos. Pero en opinión de Vermeulen, el mayor peligro para los habitantes de las zonas afectadas es que éstos pueden acabar perdiendo sus tierras y el acceso al agua.




“Las pérdidas pueden ser enormes, especialmente en aquellas comunidades en las que el producto agrícola en especie es la base de la economía”, señala la experta. En muchas ocasiones, los países compradores no tienen en cuenta el impacto de la agricultura extensiva en el medio ambiente o en las tradiciones locales. Meinzen- Dick, del IFPRI, coincide en denunciar la falta de transparencia de las operaciones.

“En muchos lugares de África, la propiedad de la tierra se rige por la costumbre, sin que existan papeles de propiedad, lo que significa que el gobierno puede ejercer de propietario de unas tierras que han sido cultivadas durante siglos por clanes de campesinos locales”, explica esta experta. El hecho de que los países compradores cultiven y exporten alimentos desde un país que ya tiene problemas para abastecer a su propia población, añade, es una fuente de inestabilidad y podría causar más disturbios como los ocurridos en Madagascar.

La rapidez y la contundencia con que se llevan a cabo algunas operaciones han suscitado el rechazo de los habitantes de otros países afectados. En Mozambique, la población local se resistió a que miles de trabajadores chinos cultivaran las tierras alquiladas por su país, lo que hubiera limitado la participación de campesinos mozambiqueños en el proyecto y en sus beneficios. Según algunos cálculos, hasta un millón de chinos trabajan actualmente tierras en África. Tan sólo en Mozambique, China ha invertido 800 millones de dólares para incrementar la producción de arroz de 100 000 a 500 000 toneladas.


Algunos gobiernos están tomando nota de los peligros que acarrea la apropiación de tierras. Tailandia rechazó a finales de junio una oferta de varios países árabes para invertir en el cultivo de arroz y en la ganadería. “En cumplimiento de nuestras leyes, los extranjeros o las compañías extranjeras tienen prohibido alquilar o comprar tierras para cultivar arroz o cualquier tipo de alimento, incluyendo el ganado, en Tailandia”, afirmó el primer ministro Abhisit Vejjajiva. “El negocio está restringido a los tailandeses”. En Filipinas, el gobierno ha bloqueado la adquisición de más de 1.2 millones de hectáreas por parte de un consorcio chino con participación pública y privada.

Vermeulen, del IIED, recomienda analizar el fenómeno con prudencia. Aunque se han firmado muchos acuerdos, subraya que la inmensa mayoría no se han puesto en práctica todavía, por lo que resulta prematuro aventurar cuál será su impacto en las poblaciones locales. Para los expertos del IIED, que la compra de tierras acabe siendo una oportunidad para el desarrollo en lugar de un problema dependerá de las condiciones de los acuerdos, de la forma en que se comparten los costes y los beneficios, y de quién y cómo decide sobre estas cuestiones.

¿Qué puede hacerse para garantizar que este tipo de operaciones no hagan daño a los sectores más vulnerables de la población mundial? Alexander Mueller, responsable de Medio Ambiente y Recursos Naturales de la FAO, el organismo de la ONU que se ocupa de temas agrícolas, opina que sería útil desarrollar directrices para el buen gobierno de la tierra, o un código que regule las inversiones internacionales con el fin de facilitar la toma de decisiones y las negociaciones. La FAO está trabajando en la elaboración de esas directrices.

Ruth Meinzen-Dick apunta la conveniencia de adoptar varias medidas, entre ellas, garantizar que hay transparencia en las negociaciones, que se respetan los derechos existentes sobre las tierras afectadas, incluyendo la costumbre, y que los beneficios se reparten entre compradores y campesinos locales. Sonja Vermeulen considera que los códigos de conducta internacionales son insuficientes, y apunta que es necesaria una regulación fuerte que tenga en cuenta el impacto de la adquisición de tierras en la población local, así como la sostenibilidad medioambiental y el cumplimiento de las normas del comercio internacional.


Más hambre que nunca

El aumento de la compra de tierras en países pobres coincide con un agravamiento de la situación alimentaria mundial. Según la FAO, mil millones de personas pasan hambre en el mundo, la cifra más alta de la historia. De ellas, 100 millones han entrado en la lista como consecuencia de la crisis económica actual. La subida del precio de los alimentos en los mercados internacionales, frenada parcialmente por la crisis económica, es otro factor que ha contribuido a agravar la situación.

Para el director general del organismo de la ONU, Jacques Diouf, el hecho de que una de cada seis personas pase hambre constituye un riesgo serio para la paz y la seguridad mundiales. De los 1 000 millones de personas malnutridas, 642 millones viven en Asia, y 265 millones, en el África subsahariana. En los países en desarrollo sólo pasan hambre 15 millones de personas.

En opinión del IFPRI, las transacciones de tierras cultivables más recientes son, en parte, resultado de los grandes cambios que está experimentando el valor de la tierra y del agua. Cuando los alimentos suben, también lo hace el precio de las tierras cultivables. En 2007, por ejemplo, aumentaron 31% en Polonia, 16% en Brasil y 15% en los fértiles estados del medio oeste de Estados Unidos.

El precio de los alimentos se ha moderado tras experimentar subidas muy pronunciadas en los años previos a la tormenta financiera internacional, pero siguen a niveles muy altos en muchos países en desarrollo, y el acceso de los pobres a los productos básicos sigue amenazado por la pérdida de empleo y de ingresos y otras consecuencias de la crisis económica.

Según el último informe sobre perspectivas alimentarias de la FAO, gracias a una segunda cosecha récord de cereales este año y al restablecimiento de las reservas, el suministro mundial de alimentos parece menos vulnerable a sufrir vaivenes como los de la grave crisis alimentaria del año pasado. El estudio advierte, sin embargo, de que todavía existen algunos peligros potenciales.

“A pesar de los fuertes aumentos en las últimas semanas, los precios internacionales de la mayoría de los productos básicos agrícolas han caído en 2009 con referencia a los máximos alcanzados en 2008, un indicador de que muchos mercados regresan lentamente a una situación de equilibrio”, dice el informe de la FAO.

* Reportaje publicado en El País, 16 de agosto de 2009, Madrid, España. Agradecemos al autor y al medio el permiso para la reproducción de este material. La publicación original puede consultarse en , página consultada el 10 de noviembre de 2009.
** Redactor jefe del diario El País en Madrid, España. Ha sido enviado especial del periódico español a Afganistán, Irak y la antigua Yugoslavia. También ha sido corresponsal de la agencia EFE en Madrid, Washington y Nueva York.