26 de marzo de 2010

ABCdario del Estado laico*

Revista DFensor marzo 2010



Opinión y Debate

José Woldenberg Karakowsky**


La Cámara de Diputados resolvió, casi por unanimidad, agregar al artículo 40 de la Constitución que nuestra república, además de “representativa, democrática y federal”, es laica. Entiendo que se trata de hacer explícito lo que se encuentra sobreentendido. Y a la espera de que el Senado y los congresos de los estados refrenden esa decisión, difundo un abecedario elemental y –creo– fundamental de lo que es y debe ser el Estado o la república laicos.


La república laica es:


A Una construcción histórica, producto de una larga y complicada tensión entre el poder que busca una legitimación terrenal y aquel otro que deviene de una entidad metafísica.


B Un requisito para que la libertad de culto sea realidad.


C La única fórmula conocida para la convivencia de diferentes credos en una misma sociedad.


D Quien hace posible que se pueda ejercer cualquier opción religiosa o no practicar ninguna.


E La definición que permite escindir –hasta un cierto grado– los asuntos de la política y de la fe.


F La negación de cualquier credo oficial, de Estado, presuntamente bueno para todos y obligatorio para el conjunto.


G Un dique contra la intolerancia o una facilitadora de la tolerancia. Fusiona la necesidad y la virtud. La necesidad de convivir con “otros” y la virtud de coexistir con “los diferentes” se conjugan en su edificación.


H El basamento que hace posible al Estado moderno ser autónomo con relación a los poderes eclesiales, y que es tal porque no depende de ninguna voluntad exterior a la vida en común.


I Producto del axioma que establece la preeminencia del Estado sobre las iglesias en la “vida terrenal”, lo que no significa la activación de ninguna pulsión antirreligiosa o persecutoria.


J Antónima de un Estado teocrático donde se funden y confunden los asuntos del César y de Dios, y donde normalmente los individuos son súbditos, no ciudadanos; fieles, no sujetos de derechos.


K El espacio que posibilita la convivencia entre creyentes y ateos.


L El manto bajo el cual se puede ejercer la auténtica libertad de conciencia.


M La que permite a las diferentes religiones desplegarse sin convertirse en instrumentos del poder o, peor aún, confundirse con el poder.


N El postulado que intenta no sobrecargar a la vida política con las pulsiones que emanan de la vida religiosa, de por sí portadora de “verdades” únicas, incontrovertibles y definitivas.


O La definición que admite decantar lo que es propio de la vida pública y de la privada.


P Resultado y auspiciadora del proceso de secularización que supone la ampliación de las posibilidades de optar y el estrechamiento de la esfera de influencia de las iglesias.


Q Desembocadura y usufructuaria “de la emancipación de la filosofía y de la moral respecto de la religión positiva” (Valerio Zanone).


R La que ofrece garantías para que la educación sea un circuito independiente del de la fe. Son el conocimiento y la ciencia las que la ponen en acto.


S El instrumento para hacer de la educación un ámbito“ajeno a cualquier doctrina religiosa”, como lo marca la Constitución.


T La premisa de la que se deriva que el “criterio que orientará a la educación se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”, otra vez según nuestra Carta Magna.


U Promotora de la ciencia sin los prejuicios que de “manera natural” emanan de las nociones metafísicas. Prácticas científicas hoy arraigadas como la fecundación in vitro, el transplante de órganos o el diagnóstico prenatal, en su momento se abrieron paso remontando obstáculos que surgían de creencias religiosas.


V En la que, en los debates en las instituciones de gobierno y legislativas, deben prevalecer los argumentos de la razón sobre los de las verdades reveladas.


W La que “sostiene la autonomía de las instituciones públicas y de la sociedad civil respecto al magisterio eclesiástico” (otra vez Zanone).


X El marco en el que se pueden discutir y resolver un número muy grande de dilemas que construyen la modernidad. Temas como los de la interrupción legal del embarazo, la píldora del día siguiente o los derechos civiles de los homosexuales, siempre encontrarán un cauce en el Estado laico, que es capaz de procesarlos como garantías.


Y Sumada a la dimensión de los derechos, es la que logra el más vasto ejercicio de los mismos, sin exclusiones ni discriminaciones.


Z Un logro que es menester fortalecer todos los días, porque hay quienes suponen que las leyes que los hombres nos hemos dado deben estar subordinadas a una voluntad superior preexistente.


La república laica es una garantía para lograr una vida en común medianamente armónica y libre.

*** 

Notas al pie de página:

* Ponencia dictada en el foro Laicidad y Democracia, efectuado en el Senado de la República el 18 de febrero de 2010.
** Ex presidente del Instituto Federal Electoral y consejero de la CDHDF.

24 de marzo de 2010

El Estado laico a la luz del artículo 130 constitucional

Revista DFensor marzo 2010

Opinión y Debate

Miguel Carbonell*

El artículo 130 constitucional establece las bases fundamentales para comprender lo que hoy en día significa el Estado laico en México. Su contenido se explica solamente a la luz de la historia política y social del país.

En los primeros años de la Independencia nacional, los textos constitucionales (siguiendo el modelo de la Constitución de Cádiz)1 hicieron obligatoria la religión católica y excluyeron de la titularidad de ciertos derechos fundamentales (como la ciudadanía) a quien no la asumiera como propia y la practicara.2 A partir de 1855, con el triunfo de la Revolución de Ayutla, de signo claramente liberal, las cosas comenzaron a invertirse y se llegó a emitir una serie de leyes que le quitaron todo el poder a las agrupaciones religiosas, al grado de no reconocerles ni siquiera la personalidad jurídica, entre otras cuestiones muy relevantes.

Así se llegó al debate constituyente de 1916 y 1917, de donde salió un artículo 130 todavía marcado por el empuje anticlerical del liberalismo del siglo xix. Los rasgos que derivaron del texto original de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 en materia de libertad religiosa fueron los siguientes:3

a) Educación laica, y entre 1934 y 1946 educación “socialista”.

b) Prohibición a las agrupaciones religiosas y a los ministros de culto de establecer y dirigir escuelas primarias.

c) Prohibición de realizar votos religiosos y de establecer órdenes monásticas.

d) El culto público solamente se podría realizar dentro de los templos, los cuales estarían bajo vigilancia de la autoridad.

e) Prohibición para las asociaciones religiosas de adquirir, poseer o administrar bienes raíces –incluyendo los templos–, los cuales pasaron a ser propiedad de la nación.

f ) Desconocimiento de la personalidad jurídica de las agrupaciones religiosas llamadas iglesias.

g) Reservar para los mexicanos por nacimiento el ejercicio del ministerio de culto, excluyendo en consecuencia a los extranjeros o a los mexicanos por naturalización de tal ejercicio.

No es sino hasta 1992 cuando, a través de una completa reforma al artículo que comentamos, se instaura un régimen de reconocimiento jurídico de las iglesias y confesiones religiosas, pero asegurando al mismo tiempo una separación de la religión con respecto al Estado.

Tal separación se expresa principalmente a través de diversas limitaciones que establece el texto del artículo 130 y que son las siguientes:

a) Los ministros de culto no podrán ocupar cargos públicos, a menos que dejen de serlo con la anticipación que, en su caso, señalen las leyes.

b) Los ministros de culto no tendrán, como una de las posibles consecuencias de lo anterior, el derecho de sufragio pasivo, es decir, no podrán ser votados. Esta disposición del artículo 130 se refuerza con otras disposiciones constitucionales referidas a los requisitos que debe reunir una persona para poder acceder a los principales cargos públicos del país. Así, por ejemplo como ya lo hemos visto y comentado–, el artículo 82 establece como requisito para ser presidente de la República “no pertenecer al estado eclesiástico ni ser ministro de algún culto” (fracción iv); de la misma forma, los artículos 55 y 58 de la Constitución disponen como requisito para ser diputado o senador en el Congreso de la Unión el “no ser ministro de algún culto religioso”.

c) Los ministros de culto no podrán ejercer el derecho de asociación en materia política, ni hacer  proselitismo en favor o en contra de algún candidato, partido o asociación política.

d) Tampoco podrán, en reunión pública, en actos de culto o de propaganda religiosa, o en publicaciones que tengan ese carácter, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones; ni agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios.

e) Las agrupaciones políticas no podrán tener en su denominación ninguna palabra o indicación que las vincule con alguna confesión religiosa.

f ) No se podrán celebrar en los templos reuniones de carácter político.

g) Los ministros de culto, algunos de sus familiares y las asociaciones religiosas no tendrán capacidad para recibir herencias por testamento de las personas a las que hayan auxiliado espiritualmente, a menos que sean familiares suyos hasta el cuarto grado.




Como se aprecia, el artículo 130 utiliza algunos términos que deben interpretarse muy restrictivamente para preservar el contenido esencial de la libertad religiosa. Así, por ejemplo, cuando hace referencia a reuniones políticas, debe entenderse como reuniones de carácter electoral o reuniones cuyo objetivo sea realizar proselitismo en favor o en contra de un partido político o de un candidato, pues el concepto de lo político es tan amplio que puede llegar a abarcar casi cualquier actividad social. Las prohibiciones en materia política tienen por objeto impedir que se manipulen los sentimientos religiosos del pueblo con fines electorales o partidistas;4 así como mantener separadas las esferas pública y privada como ámbitos propios del Estado y de las iglesias, respectivamente.

En muchos países se ha discutido intensamente sobre la relación que debe existir entre las iglesias y el Estado. Un debate particularmente lúcido es el que se ha realizado en Estados Unidos donde, a pesar de que su población mantiene un fervor religioso muy notable, se ha conseguido mantener una separación entre las cuestiones públicas y las cuestiones religiosas.

En una decisión de 1947 (en el caso Everson vs. Board of Education), la Suprema Corte de Estados Unidos, con la ponencia del juez Hugo Black, definió los alcances de la libertad religiosa. En una exposición memorable, Black escribió que la establishment clause contenida en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos significa que ni el gobierno federal ni los estatales pueden establecer una iglesia, ni aprobar leyes que ayuden a una religión, a todas las religiones o que prefieran a una religión sobre otra.

Tampoco pueden forzar a una persona a ir o no ir a una iglesia en contra de su voluntad, o a profesar o dejar de profesar una creencia de cualquier religión. Ninguna persona puede ser castigada por tener o profesar creencias, o por ir o dejar de ir a la iglesia. Ningún impuesto, en ninguna cantidad –grande o pequeña–, puede ser cobrado para mantener actividades o instituciones religiosas, se llamen como se llamen y cualquiera que sea la forma que adopten para enseñar o practicar alguna religión. Además, ni el gobierno federal ni los estatales pueden participar, abierta o secretamente, en los asuntos de alguna agrupación religiosa y viceversa.

Black terminó su escrito citando a Thomas Jefferson para concluir que la cláusula que impedía al Congreso norteamericano imponer como obligatoria una religión tenía por objeto levantar un muro de separación entre la Iglesia y el Estado. Como se puede percibir, la tesis de Hugo Black conlleva una férrea defensa del Estado laico y de la neutralidad que deben mantener las instituciones públicas frente a las religiosas. Es todo un modelo en su género.

Definiciones como la de Black son importantes para mantener separadas las dos esferas de la política y la religión. Pero, además, sirven para proteger a cada una de ellas; es decir, la separación de ambas tiene un propósito instrumental que se proyecta en el ámbito público y el ámbito privado de los ciudadanos. El Estado laico representa, en términos históricos, un triunfo de la racionalidad y de la libertad frente al dogma. El laicismo, interpretado en clave pluralista, no prohíbe ni impide que cada persona profese la  religión que mejor le parezca,5 pero sí impide que alguna creencia religiosa pueda transformarse en una política pública o en una política de Estado.

La configuración que corresponde hacer del fenómeno religioso dentro de un sistema de democracia pluralista consiste en permitir las diversas expresiones religiosas –lo que incluye sus manifestaciones de culto exteriores, sin que ello implique impedir a los demás habitantes del país que sigan ejerciendo sus libertades-, pero manteniéndolas dentro del ámbito privado de cada persona para que no puedan traducirse en acciones del Estado o de alguno de sus órganos públicos.6 Pero, además, el Estado democrático debe asegurar la libertad entro de las religiones, prohibiendo o limitando los abusos que, con el pretexto del culto religioso, se pudieran cometer en contra de las personas, sobre todo si éstas son menores de edad que se encuentran al alcance de dirigentes religiosos con pocos escrúpulos.

La visión religiosa de aspectos como la creación, la evolución del ser humano, la sexualidad, las formas de control de la natalidad, la manera de celebrar el matrimonio o de llegar a él, etc., debe ser remitida al ámbito privado. No puede entrar en modo alguno en la órbita de la educación, al menos de la educación básica, sea pública o privada. La neutralidad religiosa de la escuela es un punto decisivo si queremos construir un régimen democrático.

_____________________

*Investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y profesor de la Facultad de Derecho de la misma universidad. Especialista en derecho constitucional y derechos fundamentales.

1. El artículo 12 de la Constitución de Cádiz establecía que “la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.

2. El Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814, determinó desde su artículo 1º que “la religión católica, apostólica y romana es la única que se debe profesar en el Estado”. Esta disposición se completaba con el contenido del artículo 15 de la misma Constitución, de acuerdo con el cual “la calidad de ciudadano se pierde por crimen de herejía, apostasía y lesa nación”.

3. José Luis Soberanes, El derecho de libertad religiosa, México, cndh/Porrúa, 2001, pp. 35 y 36.
 
4. José Luis Soberanes, op. cit., p. 58.
 
5. Y así lo reconoce el artículo 24 constitucional, que con toda claridad señala que el Congreso de la Unión no puede prohibir religión alguna.

6. En general sobre el tema véase Pedro Salazar Ugarte, “Laicidad y democracia constitucional”, en Isonomía, núm. 24, México, abril de 2006, pp. 37-49.

22 de marzo de 2010

Los dos Méxicos*

Revista DFensor marzo 2010

Opinión y Debate

Jorge Volpi**

La democracia mexicana tenía uno de los regímenes laicos más sólidos del planeta. Ahora su derecha pretende devolverle a la Iglesia católica el papel de guardián de las conciencias y árbitro de los asuntos públicos. Así como España parece no lograr sustraerse a la maldición de hallarse dividida en dos mitades, siempre enfrentadas entre sí –una simplificación burda pero no del todo errónea las identifica como comunistas y católicos–, el México de principios del siglo XXI se acerca peligrosamente a una partición semejante. No se trata de una guerra de ideologías, acaso porque éstas se deslavaron de manera tan drástica en la pasada centuria que ya nadie se atreve a esgrimirlas sin ruborizarse, sino de una confrontación moral, lo cual en nuestra época supone quizá la expresión última de la política.
 
Desde la caída del muro de Berlín, las diferencias entre izquierda y derecha se han vuelto cada vez más tenues: las medidas económicas de uno y otro bando apenas se distinguen, e incluso sus políticas sociales han tendido a confundirse entre el populismo y el asistencialismo. Pero existe una drástica excepción: el resurgimiento de la defensa de la “moral pública” –especialmente sexual– en el seno de la derecha. Cuando Malraux afirmó que el siglo XXI sería religioso o no sería, podría haberse referido a esta mutación en el discurso político contemporáneo. Mientras el siglo pasado fue esencialmente laico –o, para decirlo de otro modo, fue la época de mayor retroceso de las iglesias en la historia–, nuestra era posee una honda impronta religiosa: sea el islamismo en Asia y África, el fundamentalismo cristiano en Estados Unidos o la renovada fortaleza de la Iglesia católica en Europa meridional y América Latina, sus obsesiones no sólo han seducido a numerosos grupos de poder, sino que han llegado a convertirse en uno de los centros de la discusión pública.

Que incluso en Francia, la nación laica por antonomasia, la derecha populista de Nicolas Sarkozy esté intentando darle la vuelta a su propia tradición, resulta por demás preocupante. El llamado laicismo positivo no sería, en este caso, más que el escudo para permitir la expansión religiosa; la idea de promover desde el Estado “a todas las religiones” traiciona el verdadero espíritu de la laicidad, cuya vocación es separar por completo a las iglesias –cualesquiera que éstas sean– del Estado, no el de convertir a este último en un promotor de todas ellas en circunstancias de supuesta igualdad.




Desde mediados del siglo XIX, México se había caracterizado por poseer uno de los regímenes laicos más sólidos del planeta: las Leyes de Reforma separaron al Estado de la Iglesia y confinaron a esta última a la esfera privada de los ciudadanos. Sin duda se les puede achacar (sic) una infinita cantidad de defectos a los gobiernos mexicanos que se sucedieron desde entonces, pero el laicismo es uno de sus pocos logros inequívocos, pues permitió el desarrollo de una sociedad más abierta y menos dependiente de los chantajes ultraterrenos.

Pero en 1992, en un intento por conseguir nuevas alianzas, el presidente Carlos Salinas de Gortari decidió restablecer las relaciones entre México y el Vaticano y, desde ese momento, la Iglesia católica se apresuró a retomar su papel de guardián de las conciencias y comenzó a opinar de manera cada vez más enfática sobre asuntos de interés público.

El triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000 ensanchó aún más su campo de acción. Si bien su fundador, Manuel Gómez Morín, era un católico liberal que confiaba en el Estado laico, el pan no tardó en volverse un refugio para grupos profundamente conservadores (como ocurre con el Partido Popular en  España), cercanos a las posiciones más intransigentes de la Iglesia. Ello ha permitido que, si bien a nivel federal el partido mantiene una estrategia más o menos moderada, en muchos estados el pan permanezca bajo el control de católicos radicales, los cuales no han dudado en impulsar la agenda de la Iglesia en sus gobiernos y congresos.

Así, mientras la ciudad de México, gobernada por la izquierda de manera ininterrumpida desde 1993, se ha convertido en uno de los mayores bastiones de libertad moral y sexual del planeta –recientemente se aprobó una ley de plazos para el aborto y el matrimonio homosexual (sic) con posibilidad de adopción1 –, en el resto del país, el pan, aliado de manera escandalosa con el Partido Revolucionario Institucional (pri) –cuya principal dirigente [Beatriz Paredes Rangel] se precia en público de ser feminista y en privado de apoyar al movimiento gay (sic)–, se ha dedicado a aprobar normas que no sólo retroceden frente a legislaciones anteriores, sino que llegan a penalizar de las maneras más severas a las mujeres que abortan, incluso en caso de violación, sólo porque así lo exige la Iglesia. Y, por supuesto, han impedido que el tema del matrimonio homosexual (sic) siquiera llegue a tocarse como una posibilidad cercana.

Como muchas sociedades de origen católico, México en su conjunto sigue siendo una sociedad machista y homófoba, pero en la cual el respeto a las decisiones individuales ha comenzado a ganar cada vez más peso. El reciente caso de un comentarista de televisión que se atrevió a calificar la homosexualidad como una patología dejó entrever algunos de nuestros prejuicios más arraigados: la polémica posterior no sólo dejó en evidencia la intolerancia de los sectores conservadores del país, sino que también dio lugar a las biliosas respuestas de grupos supuestamente progresistas que en ningún momento se detuvieron a defender, como otro valor fundamental de la democracia, la libertad de expresión.

Aun así, no hay que soslayar todos los avances: como señaló una encuesta reciente, puede ser que, preguntados de manera expresa, muchos mexicanos se opongan al matrimonio gay (sic); pero, si se les pregunta sobre la discriminación, una amplia mayoría privilegia la libertad individual por encima de cualquier otra consideración.

Aunque no queramos verlo, ésta es la verdadera guerra que se libra en México: la de quienes se empeñan en limitar la libertad individual –los sectores radicales del PAN, la Iglesia católica y sus aliados–, y quienes, desde la izquierda o la derecha, intentan establecer políticas públicas auténticamente liberales con el fin de protegerla.

México se fractura, pues, en dos mitades: de un lado la capital que, más allá de la larga cadena de errores de la izquierda mexicana, se convierte en ejemplo para el mundo; y del otro cada vez más estados de la República donde se aprueban reformas que, en aras de proteger la vida desde el momento de la concepción, penalizan a las mujeres y discriminan a los homosexuales (sic).

En México, la democracia ha sufrido un vertiginoso desgaste desde el 2000, y una de sus consecuencias ha sido ver en nuestra nueva pluralidad un terreno fértil para la reaparición pública de la Iglesia. En una sociedad moderna cualquiera puede expresar sus opiniones –qué duda cabe–, pero ello no implica socavar el laicismo ni abrir debates públicos sobre temas como la libertad individual o los derechos humanos, como llegó a sugerir la dirigente del pan en el Distrito Federal [Mariana Gómez del Campo Gurza].2

Una democracia funcional no implica que todos los asuntos deban resolverse a través de consultas o referéndums –o, en el otro extremo, de marchas y manifestaciones en un sentido o en otro–; estos instrumentos de la democracia directa a veces resultan terriblemente destructivos para la propia democracia, como se ha podido comprobar en Venezuela y [en] otras partes [del mundo]. La libertad individual no puede estar sujeta a debate: el Estado ha de garantizar y proteger los derechos de las mujeres y de las minorías –en este caso, de las minorías sexuales–, lejos de cualquier debate populista. Y debe confinar la discusión a términos científicos y sociales, ajenos ya no a la fe –Cristo jamás dio instrucciones sobre el aborto o el matrimonio homosexual (sic)–, sino a la manía secular de una institución, la Iglesia católica, por regir la vida sexual de todas las personas, incluso de aquellas que no comulgan con sus creencias.

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* Artículo publicado en el periódico El País, Madrid, 26 de enero de 2010, disponible en http://www.elpais.com/articulo/opinion/Mexicos/elpepuopi/20100126elpepiopi_12/Tes,  página consultada el 4 de febrero de 2010.

** Escritor mexicano.

1 N. del E.: Reformas al Código Civil para el Distrito Federal que permiten el matrimonio entre personas del mismo sexo.

2 N. del E.: El 30 de enero de 2010 el Comité Ejecutivo Nacional del pan designó a Obdulio Ávila como nuevo dirigente de este partido en el Distrito Federal.